Una armadura: Ropa interior, medias largas, dos pantalones. Un polo, una chompa. Guantes, un gorro, una bufanda. Finalmente, el abrigo. Armadura es el nombre que la parafernalia de invierno adquirió. Tres años no han sido suficientes para acostumbrarse al ritual de preparación al salir de un lugar cerrado con calefacción.
La armadura, sin embargo, es sólo una de las cosas que el invierno trae consigo.
Así como los veranos producen en la ciudad un clima de euforia colectiva, el invierno suele traer también pesimismo.
Una mañana, antecedida por una noche de frustración invernal me vi a mí mismo, como nunca, quejándome por los pocos avances en el aprendizaje de húngaro. Decido invertir en más recursos. Un diccionario. Hay quienes no entienden mi necesidad por él si ya tenemos acceso 24/7 a un sinfín de conocimientos al alcance de nuestras manos.
Creo que hay un placer difícil de describir al ir página por página hasta encontrar lo que buscas. Tal vez y es sólo un capricho, pero me resulta placentero.
Once de la mañana. La interrogante que daría origen a este relato ha sido situada en un grupo de Facebook de latinos e hispanohablantes residentes en Budapest: ¿Qué diccionario es bueno?
Empiezan a llegar las primeras recomendaciones de diccionarios físicos, sus ediciones, autores y páginas web. Españoles, latinos y húngaros son los portavoces de este miniforo.
De entre la multitud dos partícipes magiares me escriben por privado.
Hola, yo organizo conversatorios para extranjeros que aprenden húngaro.
Me añaden a un grupo. Lo reviso.
JUEVES CERVEZAS 7 PM en House Bar.
Se reúnen en los bares a practicar. Conveniente, pienso.
Me escribe en español otra húngara e inicia lo que se siente en un inicio como un mini interrogatorio.
– ¿Qué necesitas? ¿Cuánto tiempo vas aprendiendo el idioma? ¡Cuéntame y te ayudo!
– Sí, mira, busco un diccionario ¿Vendes alguno?
Me cuenta su historia. Húngara. Casada con un peruano de la tierra de mi abuelo, Trujillo. Son una familia con una hija en la universidad y un hijo en el colegio.
Me responde que no vende diccionarios pero que si encuentra alguno de los que tienen, me lo regala. Ya no los necesitan, dice.
Intercambiamos números. Extraño, yo no sabía que la gente seguía intercambiando números en estos tiempos.
Dos días después un auto blanco station wagon similar a los que abundan en Tacna anuncia su llegada a la puerta de mi trabajo.
-Aló, ya estamos llegando
-Sí, ya salgo
Llegan ambos, veo al marido al volante. Un rostro familiar pero desconocido que me hace recordar a mis paisanos.
Cuatro brazos se sacuden al interior del vehículo, me están llamando.
Barullo. Hago un esfuerzo torpe dentro de mi armadura para llegar a la esquina donde intentan estacionarse. Siento al frío aprovechar cualquier ranura. Abren la ventana del carro. La mujer estira los brazos y me alcanza dos diccionarios.
¡Suerte! – Me grita.
¡Muchas gr…! – Intento responder.
Palabras entrecortadas. Las ventanas cerradas de nuevo. Miradas empáticas que dicen hola y chau, buena suerte. Escucho otra vez las bocinas de los autos en mis oídos. El tránsito avanza. Devuelvo una sonrisa a dos rostros que me observan desde dentro del carro mientras éste se aleja. Pienso.
Al parecer los diccionarios no sólo te permiten conocer palabras nuevas.
Debo diferir con mucha gente aquí. No toda armadura es pesada. No todo invierno es malo. No todo húngaro es distante. Y quien dice que los húngaros jamás te ayudan a aprender su idioma está equivocado.
[Video referencial a un par de palabras que aprendí por aquellos días]