Nervioso y sudoroso. ¿Será que vine vestido exageradamente?
A pesar de una clara incertidumbre y una frente empapada de mi parte ella permanece serena. Paciente. Sin duda ella ha otorgado esta experiencia de primera vez a muchos hombres antes. Yo, personalmente, creo que también a mujeres.
Me voy acercando lentamente mientras ella fija sus ojos en los míos.
No quiero que ella sepa que es mi primera vez. ¿Vergüenza, por qué? No lo sé. Tal vez debería de aparentar ser un joven más experimentado.
Trato de actuar naturalmente. Pero es inevitable. Ella ya lo sabe.
Casualmente su nombre era Julia. El nombre de mi primera novia cuando estuve en el colegio.
En realidad ni siquiera sé si decir si fue una relación propiamente dicha. Fue fruto de las tradicionales clases mixtas de verano tacneñas. En ese entonces mi colegio era de sacerdotes, y el de Julia de monjas.
Aulas de verano que los púberes de aquellos colegios de la ciudad más austral del Perú usaban, en ese entonces, para “socializar”, hacer amistades.
Comenzó con un torbellino de chismes a mi alrededor que clamaban que yo le gustaba. Hasta que uno de esos días decidí que ella también me gustaba a mí. Una mañana, después de la clase de matemática, se lo pregunté:
-Julia… ¿Quieres ser mi enamorada?
-Ya pues…
La abracé. No hubo un beso, y de hecho, nunca lo hubo. Este intento de romance no duró más de dos semanas. Cuando, con iniciativa suya, y detrás del clásico y legendario monigote de Messenger un “Tenemos que hablar” llegó a mi computadora.
Y aquí estoy, en frente de Julia número dos, preguntándome cómo reaccionar y qué decir, en mi primera vez.
-Sólo tienes que escribir tu nombre, firmar al final y presionar siguiente.
Me dijo.
Sonrío entonces ansiosamente a la mujer de recepción mientras la máquina en el vestíbulo del edificio imprime una foto destinada a lo que sería mi carnet en mi nuevo trabajo. Carnet para mi nuevo empleo. En mi primera vez en esta empresa.
