Auriculares que escupen salsa al mismo tiempo que tus pies tienen de tambor al piso del tranvía que te lleva a casa. Contrastes. Mientras en tus orejas hay una fiesta comenzando, a tu alrededor rostros impávidos que no cruzan sonrisa, mirada o palabra alguna. Desfiles entre estación y estación de ojos erectos a los deslizamientos de los newsfeed de las redes sociales.
La vida del expatriado promedio aquí se resume a una mazamorra entre la serenidad de no ser asaltado en la calle, y la preocupación de si habrán cerrado con candado o no en casa de tu familia, el preguntarte una tarde o noche cómo estarán ellos y recibir respuesta unas horas después -si no es al día siguiente- debido a los cambios de horarios. Leer una noticia de terremoto en tu país y preguntar de nuevo a familia y amigos cómo es que se encuentran. Yerba mala nunca muere, responde uno de ellos. La tranquilidad regresa a tu cuerpo. Prepararse para la próxima estación cada trimestre, mientras allá la misma temperatura se conserva casi todo el año.
Darte cuenta que hay cosas que cambiaron en tus grupos de amigos, eventos a los que no fuiste, nombres de personas que no conociste que son mencionadas en los chats, y que a veces, ya no puedes seguir el flujo de conversación de los grupos de WhatsApp o Facebook.
Acelerar el ritmo del proceso de conexión con tus nuevas amistades, al mismo tiempo que incrementas la capacidad de desapego al darte cuenta que bloques de ellas dejan la ciudad para volverse extranjeros en otros países. Irónicamente, a veces, extranjeros entre sus propios paisanos al regresar a su hogar.
Incertidumbre. Aceptación diáfana de ignorancia sobre el retorno a casa.
Eres un expatriado. Demasiado extranjero para el país de donde naciste, demasiado extranjero para el país en el que ahora vives.
La Calle del Lovag 