Ya iban unas cuantas noches en las que sentía la vibración de su voz en mis oídos antes de dormir. Sin embargo, nunca como esta vez.
En realidad no era algo que veía venir, era espontáneo, y era mas bien algo que me irritaba. Definitivamente no estaba acostumbrado a ello y aún pienso que nunca lo estaré.
A veces son oraciones largas, a veces son palabras cortas, a veces un discurso. Y a veces, a veces parecen no provenir del mismo ser.
La densidad de sus mensajes parecían variar de acuerdo a la noche.
Esta última madrugada me desperté 6 veces en el lapso de entre las 11 de la noche y las 3 de la mañana. Cada vez que cerraba los ojos, empezaba a hablarme. Unas palabras que eran seguidas por unos ojos de cólera y gritos de queja y reproche de mi parte. Silencio. Otra vez, cerrar los ojos. Y ahí estaba… hablándome de nuevo.
Cuando finalmente decidí prender la luz del cuarto para encararlo, ya no estaba ahí, había desaparecido.
Apagué las luces, agarré mi sábana y me fui corriendo a la sala. Por supuesto, las luces apagadas. No quería que me viera o supiese dónde estaba.
Me eché en el sofá, me tapé y me envolví inmediatamente. Parecía un costal de papas tirado en una esquina.
Mi rostro, por supuesto, también bien tapado. Al fin, paz. Mientras en esa oscuridad producida por la envoltura de la sábana, mantengo aún los ojos abiertos, atento. Y justo cuando estoy a punto de cerrarlos para conciliar el tan preciado sueño, desde debajo de la sábana, a mi lado, empieza a hablarme: Bzzzzzzz ¡El hijo de puta del mosquito me había seguido hasta la sala!
La pantalla del celular encendida proyectando ventanas con soluciones caseras para eliminar a estos personajes.
Resultado: No dormir y mal humor por el resto del día.
Y ahí me tienes, 5:30 de la mañana, desesperado, con ojeras y un cuchillo en la mano. 8 cabezas de ajo fueron sacrificadas y mutiladas para ser repartidas en dos vasos que debiese servir como ritual disuasivo que alejaría estos bichos de mi habitación. Gracias, San Google.